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El sábado 15 de septiembre de 1973, el estadio El Campin en Bogotá se convirtió en el escenario de una multitudinaria reunión cargada de expectativas, donde más de 15.000 personas se congregaron con la esperanza de presenciar un acontecimiento extraordinario, un milagro que cambiaría sus vidas.
En medio de la multitud se encontraban individuos de todas las edades, entre ellos personas enfermas, con discapacidades físicas y aquellos que, aunque no padecieran enfermedades evidentes, estaban allí con el mismo deseo profundo de encontrar sanación para algún mal o angustia que aquejaba sus vidas, el aire estaba impregnado de una sensación de esperanza, pero también de incertidumbre, ya que el evento en cuestión desbordaba las creencias y los límites de la razón, muchos acudían con la esperanza de que, al cruzar las puertas del estadio, saldrían completamente curados, tal como sucedió en otros lugares previamente.
Los milagros que se habían reportado en Cali, Medellín, Bolivia y otros rincones de América Latina alimentaban una creencia colectiva que parecía difícil de ignorar. Historias de sanaciones inexplicables se habían propagado como un reguero de pólvora, convenciendo a miles de personas de que allí, en ese preciso lugar, se repetiría lo que ya había sucedido en otras ciudades.
Aquella tarde, la fe de la multitud parecía más fuerte que la razón, y el estadio, habitualmente lleno de fanáticos del fútbol, se transformó en un santuario de esperanza, donde lo que más importaba no era el deporte, sino el deseo inquebrantable de experimentar lo que muchos consideraban un milagro.
Era un momento cargado de emoción y expectativa, donde la frontera entre lo espiritual y lo tangible se desdibujaba, y las preguntas sobre la fe, el destino y la ciencia comenzaban a cruzar las mentes de quienes se encontraban allí. Pero lo que realmente sucedería en esa tarde sería un episodio que marcaría a muchos y dejaría una huella imborrable en la historia del país.
LOS MILAGROS EN EL CAMPIN
Muchas personas esperaban con ansias que sus vidas cambiaran en un abrir y cerrar de ojos, realmente creían que, con un simple parpadeo, todo podía transformarse por completo. Aproximadamente 15.000 almas se congregaron en el estadio El Campín, con la ferviente esperanza de presenciar un milagro que les devolviera la salud, la esperanza y, en algunos casos, la fe.
Entre la multitud se encontraban ciegos que anhelaban ver la luz por primera vez, sordos que soñaban con escuchar el murmullo del mundo, cojos que deseaban caminar sin impedimentos, paralíticos en busca de movimiento, mudos que esperaban pronunciar sus primeras palabras, y personas con enfermedades terminales que imploraban una última oportunidad, Pero no solo había creyentes; también estaban allí aquellos escépticos, incrédulos y ateos que habían acudido con la firme intención de desenmascarar lo que consideraban una farsa.
En el centro del estadio se alzaba una imponente tarima, el punto focal donde toda la atención convergía. De pronto, una figura apareció sobre el escenario, se trataba de un hombre vestido a la moda de la época, pantalón de bota ancha, un elegante saco, una fina corbata y unos llamativos zapatos de plataforma, su presencia imponía respeto, pero fue su voz la que capturó por completo la atención de la multitud.
Con una elocuencia impecable, comenzó a pronunciar un sermón que no solo era literario y poético en su expresión, sino también profundamente religioso en su contenido, cada palabra, cargada de parábolas y reflexiones, resonaba en el ambiente con una mezcla de impacto, ternura y una intensidad casi tempestuosa.
A medida que su discurso avanzaba, el público oscilaba entre el asombro y la emoción, algunos sentían que sus corazones latían con más fuerza, mientras otros permanecían inmóviles, evaluando cada frase con escepticismo.
Sin embargo, lo que estaba por suceder en aquella tarde quedaría grabado en la memoria de muchos como un episodio inexplicable, un momento en el que la fe, la ciencia y la razón se entrelazaron de una manera inusual e inolvidable.
FUNDADOR DEL NADAÍSMO
Entre los no creyentes que se encontraban en el estadio aquella tarde, destacaba una figura singular, Gonzalo Arango, el fundador del nadaísmo, este movimiento literario y filosófico surgió en Colombia con una misión clara y provocadora “no dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio.” Los nadaístas se propusieron cuestionar y revisar todo aquello que había sido consagrado como sagrado por el orden social y religioso imperante en el país.
En una nación profundamente católica, donde la fe era tanto un pilar constitucional como un elemento fundamental de la identidad cultural, proclamarse abiertamente ateo era un acto de rebelión casi impensable, sin embargo, Gonzalo Arango y su grupo de seguidores estaban decididos a desafiar esas estructuras establecidas.
El nadaísmo no solo era una corriente de pensamiento, sino una postura de resistencia contra las imposiciones morales y espirituales de la época, su actitud irreverente y su afán de confrontar lo establecido los llevó a protagonizar numerosos episodios polémicos.
Uno de los más recordados ocurrió en 1965, cuando irrumpieron en el Congreso de Escritores Católicos, celebrado en Medellín, en medio del evento, se atrevieron a leer poemas provocadores que no solo desafiaban las creencias de los asistentes, sino que alteraron el normal desarrollo del congreso, generando indignación entre el público.
Pero la leyenda urbana va aún más lejos, se dice que, durante el mismo evento, los nadaístas asistieron a una misa celebrada en el marco del congreso, y en un acto de abierta blasfemia, pisotearon las hostias consagradas, desatando un escándalo sin precedentes en la conservadora sociedad colombiana de la época.
Aquella irreverencia extrema no solo los convirtió en los enemigos número uno de la iglesia, sino que los consolidó como el símbolo de una juventud inconforme que buscaba derribar los dogmas que regían su existencia.
Ahora, años después de aquellos episodios, Gonzalo Arango se encontraba en el estadio El Campín, rodeado de miles de personas que anhelaban un milagro, quizás con la intención de desenmascarar lo que él consideraba una ilusión colectiva, o tal vez en busca de una respuesta a su propia lucha interna entre la negación y la necesidad de creer en algo.
La presencia del líder nadaísta añadía un matiz especial a aquella jornada, pues ponía a prueba no solo la fe de los creyentes, sino también la firmeza de sus propias convicciones.
JULIO CÉSAR RUIBAL
El evento en el estadio El Campín había sido convocado meses atrás por el padre Rafael García Herreros, entonces director del Minuto de Dios, con la intención de realizar una gran reunión de sanación espiritual, la jornada estaría dirigida por el boliviano Julio César Ruibal, un hombre que, para ese momento, ya era conocido en toda América Latina por su fama como sanador y predicador.
En 1972, la prensa internacional empezó a hablar del llamado “Fenómeno Ruibal” o también del “Apóstol de los Andes”. Julio César Ruibal, un joven de una fe inquebrantable, logró reunir a cientos de miles de creyentes en su país natal, Bolivia, donde se decía que ocurrían milagros de sanación en sus eventos.
Su historia, sin embargo, comenzó mucho antes, en un contexto inesperado y con un giro que cambiaría su vida para siempre.
Siendo estudiante de medicina en Estados Unidos, Ruibal asistió por pura curiosidad a una reunión de sanación liderada por una mujer que afirmaba poder curar tanto el alma como el cuerpo, como cualquier joven de su edad, era escéptico y no creía en tales manifestaciones, pero algo lo llevó a presenciar aquel evento. Lo que ocurrió aquella noche lo marcó profundamente, entre los asistentes, había un niño cuyo cráneo estaba siendo devorado por una enfermedad devastadora.
Frente a sus ojos, el joven Ruibal presenció lo que describió como un acto milagroso, la curación espontánea del pequeño, en ese momento, sintió un calor inexplicable en su pulmón, y comprendió que algo dentro de él también estaba sanando, durante años, había padecido una enfermedad que parecía no tener solución, pero esa noche sintió que su cuerpo se regeneraba de manera inexplicable.
Impactado por lo que había vivido, al día siguiente decidió asistir a un grupo de oración, donde afirmó haber experimentado, por primera vez, la manifestación del Espíritu Santo en su cuerpo, fue entonces cuando comprendió que su vida tenía un propósito mayor, y desde ese momento se entregó por completo a la oración y a la búsqueda espiritual.
Su don comenzó a manifestarse con más fuerza en 1970, cuando, tras someterse a un ayuno de 40 días acompañado de intensa oración, sintió una revelación divina que lo impulsó a dedicarse de lleno a la sanación.
La noticia de sus milagros se expandió rápidamente, atrayendo tanto a fervientes creyentes como a escépticos dispuestos a desafiar su fe. Pronto, Julio César Ruibal se convirtió en una figura de gran influencia espiritual en Bolivia, y su mensaje comenzó a propagarse por toda Latinoamérica, sus eventos eran multitudinarios y, según los testimonios, en ellos ocurrían curaciones sorprendentes que la ciencia no podía explicar.
El evento en El Campín era una oportunidad única para miles de personas que buscaban una solución a sus males físicos y espirituales, y para otros, como Gonzalo Arango y los nadaístas, una ocasión perfecta para poner a prueba la veracidad de aquellos supuestos milagros.
Lo que estaba por suceder en aquella jornada no solo cambiaría la vida de los asistentes, sino que dejaría una huella indeleble en la historia del país.
EL EVENTO EN EL CAMPIN
En el centro del estadio se encontraba el boliviano Julio César Ruibal, quien, con una voz serena pero llena de autoridad, narraba cada suceso que ocurría bajo la tarima.
“Abajo, en la tribuna, hay una persona que se está sanando de cataratas,” anunciaba con una certeza casi hipnótica. “Estoy sintiendo que hay una persona que se está curando de trastornos mentales.”
Desde su posición privilegiada, describía lo que, según él, el poder divino estaba obrando en medio de la multitud, pero no se limitaba a observar desde la tarima; bajaba y se mezclaba entre la gente, caminando entre los asistentes con un aire solemne, presentando a aquellos que afirmaban haber sido sanados.
Su presencia imponente y su discurso lleno de fervor mantenían a todos expectantes, cada testimonio que ofrecía el micrófono era recibido con júbilo, lágrimas y fervor.
Las personas contaban con asombro las sensaciones que recorrían sus cuerpos, cómo el dolor desaparecía y la movilidad regresaba.
El suelo del estadio pronto comenzó a llenarse de muletas abandonadas, sillas de ruedas que quedaban olvidadas, mientras los recién curados se arrodillaban entre sollozos, elevando plegarias de gratitud a Dios por lo que consideraban un milagro tangible, algunos asistentes lloraban sin consuelo, otros reían de felicidad, y otros más simplemente caían de rodillas, abrumados por la emoción del momento.
El espectáculo de curaciones no se limitaba solo a los testimonios, estaba acompañado de canciones religiosas entonadas con devoción, además de las emotivas palabras del padre Rafael García Herreros, quien intervenía con mensajes de esperanza y fe, reforzando la creencia de que lo imposible se estaba volviendo realidad ante sus ojos.
El reconocido periodista Germán Castro Caycedo, testigo de aquel evento, documentó cada detalle en una de sus célebres crónicas, describiendo el fervor y la conmoción que se vivió aquella tarde, su relato, acompañado de impactantes fotografías, mostraba entre la multitud a Gonzalo Arango, el famoso ateo y fundador del nadaísmo, o el “hereje moderno,” como algunos lo llamaban.
Arango, con su actitud desafiante pero mirada inquisitiva, observaba con escepticismo lo que ocurría a su alrededor, atrapado entre la incredulidad y el desconcierto, para él, aquello no era más que un elaborado espectáculo mediático diseñado para manipular la mente de los asistentes.
Sin embargo, en su rostro se reflejaba una expresión que oscilaba entre la duda y el asombro, tal vez, en el fondo, se preguntaba si había algo de verdad en todo aquello.
El evento comenzó puntualmente a las tres de la tarde, desde tempranas horas, el ambiente estaba cargado de expectativa y emoción. Los asistentes se arremolinaban en la entrada, ansiosos por ver de cerca al milagroso, como algunos ya llamaban a Ruibal. Cuando finalmente hizo su aparición, el estadio entero se estremeció.
Sin previo aviso, la lluvia comenzó a caer sobre la multitud, gotas pesadas golpeaban los rostros de los creyentes, pero ni la tormenta ni el viento lograron disipar la fe de los más de 15,000 asistentes, la gente permanecía firme, algunos de rodillas en el barro, otros con los brazos extendidos al cielo, suplicando por su milagro, entre lágrimas y rezos, esperaban un signo divino.
Ruibal, de pie en la tarima, alzó el rostro y los brazos al cielo en un gesto de entrega absoluta y proclamó con voz potente:
“¡Señor, tú sabes que parto de esta ciudad… muéstrales tu poder!”
Tras estas palabras, se inclinó sobre el atril, apoyando su cabeza sobre el micrófono y sus manos sobre la Biblia, permaneció así durante algunos minutos, como si estuviera en profunda oración, el silencio cubrió el estadio como un manto de reverencia. Cuando finalmente levantó la mirada, su rostro irradiaba una sonrisa serena, con un tono seguro y vibrante, declaró ante la multitud:
“¡Nuestro Señor dará señales de la verdad!”
Y fue en ese preciso instante cuando, según los asistentes, los milagros comenzaron a manifestarse uno tras otro, la euforia creció en el estadio, los testimonios de sanación se multiplicaron y el fervor alcanzó su punto máximo.
La historia de aquella jornada quedaría grabada en la memoria de muchos como un evento de fe indescriptible, mientras que para otros seguiría siendo objeto de escepticismo y controversia, pero lo que nadie pudo negar fue el impacto que dejó en cada una de las almas que estuvieron presentes aquel día en el estadio El Campín.
Cuándo Julio César llegó a Bogotá, se estaba hospedando en la casa del padre García Herreros, y hasta allí llegaron personas para hacerle muchas preguntas, muchos querían cuestionar su labor, cuestionar para entender, pero en ésta, la mayoría de periodistas fueron seleccionados para asistir hasta el lugar, necesitaban personas ex que no se dejarán convencer de unas palabras o de testimonios, necesitaban personas incapaces en ese momento de tener fe, o al menos creer algo de la fe.
Usted hace milagros? Le preguntó un periodista, a lo que él respondió “Aclaremos lo que está sucediendo, yo recibo de Cristo él donde la curación, pero no soy yo quien cura, yo predico y el señor es quien confirma mis oraciones. Él es quien hace milagros, ahora, esto no es para psicología, es la fe en el señor, mi trabajo es predicar, yo nunca he dicho que hago milagros, en Colombia ha habido de todo, ahora, en Medellín, una ciega volvió a ver, y un señor con elefantiasis se alentó”.
Le preguntaron si solos las personas con fe podían hacer uso de los milagros, y él contestó que no, que cualquiera podía tener un milagro en su vida.
OTROS LUGARES DONDE SE PRESENCIARÓN LOS MILAGROS
Luego de su impactante presentación en el estadio El Campín, Julio César Ruibal llevó su mensaje de fe y sanación a los potreros de Paloquemao, a pesar de tratarse de un espacio mucho más humilde y precario, el lugar se llenó rápidamente con una multitud ansiosa por escucharlo, verlo de cerca y, sobre todo, recibir un milagro.
Personas de todos los rincones de la ciudad llegaron con la esperanza de ser testigos, una vez más, de lo que algunos llamaban un acto divino y otros, simplemente, un fenómeno inexplicable.
La expectativa alrededor de Ruibal era tal que medios de comunicación de todo el país enviaron reporteros para cubrir el evento., la reconocida revista Cromos no fue la excepción, para esta ocasión, eligieron como su enviado especial al escritor huilense Darío Silva Silva, de 35 años, un hombre de personalidad escéptica y espíritu crítico.
Sus colegas lo describían como alguien que no creía en nada ni en nadie, un ateo convencido que no “tragaba entero” y que jamás se dejaba engañar fácilmente, la presencia de Silva Silva prometía una crónica cruda y sin adornos, una visión imparcial sobre lo que realmente estaba ocurriendo en esos encuentros masivos.
La rueda de prensa, que originalmente se había organizado para un público de 3.000 personas, rápidamente sobrepasó todas las expectativas, la cifra se duplicó, y pronto, más de 6.000 asistentes abarrotaron el lugar, ávidos de escuchar las palabras del hombre al que ya muchos llamaban el “Apóstol de los Andes”. Ruibal, con su característico tono sereno y mirada penetrante, respondió preguntas, compartió testimonios de sanación y proclamó su mensaje de fe con una firmeza inquebrantable.
Para muchos, aquella serie de eventos quedó marcada en la historia como un despertar espiritual sin precedentes en la ciudad, mientras que para otros siguió siendo motivo de controversia y debate.
LA CRÓNICA DE SILVA EN CROMOS
Esta crónica inicio así, “Pero curiosamente, como embrujados por sus palabras, los concurrentes a cada una de las predicas, se entregaban a las cosas más extrañas, llantos, desmayos, éxtasis, rasgar de vestiduras. Y todo porque este predicador conseguía, a la vista de la multitud, que los sordos oyeran, que los mudos hablaran, que los paralíticos caminaran, que los ciegos vieran”.
En el segundo párrafo cuenta con datos precisos que en la casa de carrera 8.ª # 69-43 de Bogotá, María Fernanda Ruiz, de 19 años, con parálisis al menos desde diez años atrás, arrojó sus muletas, y llorando en medio de la sala gritaba: “¡Aleluya, aleluya, estoy curada!, ¡curada!”. El milagro sucedió tras las oraciones”.
El lunes 19 de noviembre de 1973, bajo el título ‘Quince mil bogotanos rezaron bajo la lluvia’, en el periódico el tiempo, narró el cronista Germán Castro Caycedo, todo lo que difícilmente un ser humano pueda ver alguna vez en su vida, y sobre todo vivirlo de primera mano.
A Castro Caycedo su rigor en el periodismo real, directo y sobre todo verdadero, lo caracterizó durante toda su carrera, así que para ese momento pensar que estaba inventando un cuento era muy difícil, o que estaba solo escribiendo para llamar la atención pues era difícil pensar, en este entonces y ahora.
Gonzalo Arango, el converso fundador del nadaísmo, confesó públicamente su fe en la columna del periódico el tiempo, después de ver con sus propios ojos los milagros de ese sábado 17 de noviembre de 1973: “Diré solo que creí, que fui abrumado por la evidencia, mudos que hablaban, sordos que oían, paralíticos que andaban, ciegos que veían. Yo no me curé, pero creí. La fe no es abstracta, ni metafísica, fe es la energía que produce el milagro”.
MILAGROS, FE Y TRAGEDIA
Cali, Colombia. En aquel entonces, esta ciudad era mundialmente conocida como la capital de la droga. La DEA llegó a catalogar al Cartel de Cali como la organización de tráfico de estupefacientes más grande del mundo, una época violenta, donde cada día parecía ser peor que el anterior.
En medio de esta lucha despiadada entre cárteles, la iglesia se encontraba atrapada en una encrucijada, los narcotraficantes controlaban no solo el panorama político y social, sino también el religioso.
En el año 1978, cuando Julio César Ruibal y su esposa, Ruth, llegaron a Cali con un propósito claro, traer un mensaje de fe y transformación, Julio había sentido un llamado divino para estar en esta ciudad y continuar con su legado de sanación y unidad.
Sin embargo, al llegar, se encontró con un panorama desolador, las iglesias estaban completamente divididas; los sacerdotes católicos por un lado, los pastores cristianos por otro, y la unión que tanto anhelaba parecía imposible.
Ruibal tenía la firme convicción de que, si todas las denominaciones religiosas se unían en oración, muchos de los problemas sociales que aquejaban a Cali podrían ser superados.
Sin embargo, la indiferencia y el rechazo que encontró fueron abrumadores, nadie parecía interesado en trabajar juntos, y las diferencias doctrinales se interponían como una barrera infranqueable, cansado y desilusionado, Julio llegó a considerar abandonar su misión.
Pero pronto comprendió que renunciar a sus objetivos solo contribuiría al problema. Con renovada determinación, decidió intentarlo de nuevo.
PRIMER EVENTO EN CALI
En 1995, Julio Ruibal organizó la primera gran reunión de oración en Cali, con un solo propósito, orar por la unidad y por el fin de la violencia que asolaba la ciudad, cientos de personas se congregaron para elevar plegarias con esperanza.
Sorprendentemente, 48 horas después del evento, Cali experimentó un hecho inédito, por primera vez en mucho tiempo, no se registró ningún asesinato, la noticia corrió como pólvora, y días después, uno de los capos más buscados del Cartel de Cali cayó en manos de la justicia.
La comunidad estaba emocionada, convencida de que la vigilia había dado resultados, lo que comenzó como una simple oración, parecía estar teniendo un impacto real en la ciudad, en solo seis meses de oración continua, seis de los siete cabecillas más peligrosos del cartel habían sido capturados.
A mediados de 1995, el ambiente espiritual de Cali empezó a cambiar drásticamente, la Asociación de Pastores decidió alquilar el Estadio Pascual Guerrero, convocando a más de 60.000 personas de todas las denominaciones religiosas para unirse en una plegaria multitudinaria.
Aquella noche, católicos, cristianos, protestantes y creyentes de todas las ramas se reunieron bajo un mismo propósito, buscar la paz.
Sin embargo, mientras la comunidad se unía en oración, en la vida personal de Julio se estaba gestando una amenaza mortal.
Un vecino con el que tenía disputas sobre la propiedad en la que vivía lo había amenazado de muerte, según su esposa, Julio dedicó largos periodos a la oración, buscando la guía de Dios para afrontar la situación.
ASESINATO JULIO RUBIAL
A pesar de las amenazas, Julio continuó con sus actividades religiosas de manera normal, sin mostrar temor alguno.
pero la tragedia no tardó en alcanzarlo, un día al salir de la iglesia, dos hombres lo estaban esperando en la puerta, sin mediar palabra, le arrebataron la vida en cuestión de segundos.
La noticia de su asesinato conmocionó a toda la ciudad. Nadie podía creerlo. ¿Quién podía ser el enemigo de aquel hombre de fe, del llamado “milagroso” de Cali?
Su funeral fue multitudinario, cientos de personas de diferentes religiones asistieron a despedirlo, en un acto de unidad que él siempre soñó. En ese momento, hicieron un pacto de solidaridad, nunca más permitirían que la palabra de Dios fuera dividida por las diferencias humanas.